No sé por qué siempre me recordaba a Gustavo Polidor, el gran campo corto de Los Tiburones de La Guaira, durante la década de los años ochenta, los lejanos tiempos de la llamada guerrilla integrada por él junto a Norman Carrasco, Alfredo Pedrique, Oswaldo Guillen, Raúl Perez Tovar y otros cuantos peloteros que tengo guardados en la memoria para siempre jamás.
Aunque, pensándomelo bien, sí sé por qué me lo recuerda. A ambos le seguí la pista durante quien sabe cuántas temporadas, viéndolos jugar siempre bien, sin mucha alharaca, con la elegante pericia de quien todo lo lleva a cabo como si fuera pan comido, como si cualquiera lo pudiera hacer, como si todo fuera cuestión de ponerse un guante o calzarse unos botines y echarle bolas.
Ambos fueron mejores atletas de lo que parecían y probablemente mucho mejores de lo que ellos mismos se creyeron. Fueron jugadores de bajo perfil que, a la chita callando, se desempeñaron, en Venezuela y fuera de ella, en los mejores equipos, uno en el beisbol, el otro en el futbol.
Nació en 1980. Su padre quiso ser jugador y no pudo, pero ocurrió lo típico: realizó su sueño a través del hijo. Se hizo profesional a los 17 años y ha pasado dos décadas jugando en Venezuela, México, España y Alemania (siendo tan introvertido y callado, ¿habrá podido aprender alemán que es tan enrevesado?), un peregrinaje impensable, hasta ahora, en un jugador venezolano, forjado en un medio que todavía trata con cierta frialdad al futbolista. ¿ Acaso no es el nuestro un país hecho de beisbol, según la sabia cuña de un conocido refresco?.
Muchos, los que no saben tanto de fútbol, lo recordarán como un jugador que sudaba poco la camiseta, que paseaba con lentitud sobre la alfombra verde, hasta con indolencia. Que jugaba como si no le importara no jugar. Que era poco dado a la euforia, su cara siempre inexpresiva, salvo pequeñas alteraciones que ocasionaba el gol.
Pero la historia lo guardara en su gaveta por su presencia inteligente sobre la cancha. Por su condición de lento mentiroso, como decían del colombiano Pibe Valderrama, mediocampista como él.
Por su habilidad para abrir los espacios, cambiar el ritmo del juego y lanzar un balón con precisión de reloj suizo a unos cuámuchos metros de distancia. Por su condición de estratega, disponiendo y ordenando el reparto del balón.
Yo lo recordaré, claro, por su manera de patear los tiros libres, dibujando con la pelota una curva que resultaba un jeroglífico hasta para los mejores porteros.
El tiempo es implacable, perdóneseme la manida frasecita, y en el deporte aún más. Así, con apenas 35 años de edad recién cumplidos, se le termino su cuarto de hora. Le llegó el momento de retirarse del balompié de alto nivel. El martes de la semana pasada fue la última vez que se puso la camiseta del combinado nacional, al que llego en 1999 llevado de la mano del técnico argentino Omar Pastoriza.
“Ya no tengo ganas de seguir”, declaró, entre algunas lágrimas, en la rueda de prensa. Fue la frase que escogió para despedirse luego de haber sido uno de los más notables jugadores venezolanos de la historia, seguramente el mejor de la última década. Una despedida que, por cierto, no pudo tener peor escenario : apenas jugo 20 minutos durante un amistoso con Panamá,, sobre una cancha anegada que no sabe drenar el agua y en un Estadio casi vacío.
Se fue, pues, luego de 130 partidos con la vinotinto. Aquí entre nos, da un sustico imaginar que no estará más en la selección nacional. Claro, no cualquiera tiene la pierna zurda de Juan Arango.